miércoles, 2 de diciembre de 2015

Taberna de odio.



Por vez primera transitaba en horario nocturno las pedregosas y lóbregas calles del nuevo pueblo en que mi viejo vino a trabajar. Entre ellas, presa de mi hedienta juventud me decanté por la más sucia y mohína, la malignidad en sí misma se respiraba en su aire. Transité un par de minutos, y entre casas derruidas ante mí hallé un viejo cartel de madera ajada, enmarcado en hierro y mugrientos clavos.

Tras la puerta alcancé a intuir la ferviente música y el jaleo de las risas. Me atreví a cruzar el umbral, y apenas alcancé a escuchar “my eyes on sweet Molly Malone” cuando el tabernero apagó el transistor, era agradable para mí ese olor a pescado seco y humo.

Miradas recelosas acompañaron mi imberbe cara de niño hasta la misma barra, el mismo tabernero escudriñaba mi rostro como si no me quisiera allí.

-¡Una pinta! -Exclamé al tiempo que golpeaba la vieja madera al depositar un billete sobre la misma.

Mientras los ojos suspicaces de ese hombre calvo que me servía la cerveza continuaban escudriñando mi persona de arriba a abajo, yo aparté la vista para observar dónde podría sentarme a beberla.

Cogí la cerveza y me senté en una mesa alejada y solitaria, encendí un cigarro y bebí pacíficamente mientras el resto de clientes empezaban a perder su interés por mí, sin embargo, no tardó mucho tiempo en torcerse éste desinterés.

Un hombre viejo, con larga y alborotada barba blanca se acercaba a mi mesa, apenas mediría metro y medio, y no llegué nunca a saber qué era más grande, si su peluda nariz o la humeante pipa que colgaba de la comisura de sus labios.

Llegó frente a mí.

-¡Diablos! ¡Qué digo! ¡Diablo! ¡Cuarenta años! ¡Cuarenta años ocupando cada noche la misma mesa! ¡Y voy un momento a mear y un mocoso se sienta en mi silla! -Gritó el viejo furioso.




No lo ví venir, ni tan siquiera acercarse. La vieja, pero callosa mano de aquel hombre golpeó mi cara con tal intensidad que el cigarro que pendía de mi boca voló varios metros cayendo en el vaso de un hombre de chaleco a cuadro.

¡Ay de mi estúpida juventud! Pues me levanté a toda prisa de la silla y golpeé con toda mi fuerza en el estómago al viejo. Cayó de bruces al suelo como a cámara lenta.

-¡Puto crío! ¡Cómo te atreves a tocar al viejo Finni! -Gritó un hombre enjuto de pelo cano que se encontraba a dos mesas.




Levantáronse todos aquellos hombres, algunos grandes y fornidos que crujían sus nudillos, otros más pequeño y curtidos que ni cortos ni perezosos se armaban con taburetes y sillas. Todos venían a por mí, sentí que mi vida se acababa allí, en ese lugar y momento tan desafortunados, entre la multitud se hizo presente el dueño del lugar, que con igual cara de odio que los demás, descamisado y con una expresión de furia concentrada dijo.

-Chico, no puedes imaginar lo que has hecho…-




Ya está, se acabó, voy a caer, pero voy a acabar como un hombre, como el hombre que no soy. En pie, erguido orgulloso ante todos aquellos hombres, todos mayores y más fuertes que yo, me dispuse a pelear hasta mi último aliento.

Desde abajo, y entre las sombras creí oír una voz, mi imaginación, me dije.

-¡Puto crío! Pues que lo sepas, venía de mear. ¡Y no me he lavado las manos! - Gritó Finni tras escupir en el suelo y estallar en una soberana carcajada.

Todos, excepto yo, le siguieron, las risas inundaban el lugar de una forma tan amenazante, como reconfortante.

John, el tabernero se acercó a mí, y tendiendo su mano dijo:

“Bienvenido a casa, chico.”


Y la música volvió a tronar, las risas a brotar, el viejo Finni recuperó su lugar, y por supuesto, yo, encontré un hogar.