sábado, 5 de agosto de 2017

Sitio de verano.


  • ¿Recuerdas el pasado veintisiete de Enero a las siete de la tarde?
  • En absoluto, ¿acaso habría de recordarlo por algún motivo?
  • El pasado veintisiete de Enero, fue otro de tantos días del invierno, a las siete de la tarde aparqué mi coche en la puerta de mi casa a la vuelta del trabajo, entré, anudé al cuello de mi perro la vieja cuerda que utilizo para sacarlo a pasear, y salí a la calle. Era sorprendente, incluso me atrevería a decir que maravilloso, esa calle oscura, esa arena negra, ese mar bravío. Era maravilloso el estruendo del silencio sólo roto en el rompeolas. Era increíble poder caminar solos yo, mis pensamientos y el can. La calma, el sosiego. La belleza.
  • ¿Pero qué me estás contando? ¿A qué viene eso? ¿Has estado bebiendo?
  • Sí.

Son, hoy también, las siete de la tarde del día veintitantos del mes de Julio, y no, no aparco mi coche en la puerta de mi casa después de trabajar, de hecho, ni en la puerta de mi casa, ni en la de la casa del vecino. Mi casa está sitiada, mi mundo está sitiado, decenas, o cientos de coches atrincheran mi hogar, cientos de turistas, domingueros tal vez, cargados con sombrillas, me aterrorizan, en mi mente son como aquellos caballeros medievales cargando sus lanzas y dispuestos a atravesar con ellas todos los órganos de mi cuerpo. Más coches, avanzan sin mirar, me amedrentan y recuerdan a caballos galopando a manos de un jinete desbocado sin miedo a morir o matar, no me ven, no pueden verme, las trincheras, formadas por otros coches, que ocupan todo sitio habido y por haber, les impide verme.
Y ríanse ustedes de las zonas de guerra, se comprende qué es la guerra de verdad cuando observan desde la almena de su castillo la hueste del ejército enemigo, plantando su campamento a las puertas de tu muro, cientos, miles, decenas de cientos de miles de coloridas tiendas con estandartes, y guerreros arribados en tus costas, eso es una zona de guerra, y el pavor que se siente. Entiéndanme ahora lo que siento cuando subo a la azotea, y allá veo esas tiendas montadas en la costa, incontables retales de tela sitiando mi hogar, con incontables personas, que bien podrían ser guerreros, o no serlo, pero que me causan el mismo pavor.

  • Tío, ¿están bien? Que parece que ta dao una pájara.
  • Más o menos, pero pasear por aquí es demasiado anodino.
  • Seguimos en la puerta de tu casa...
  • ¿Una cerveza?
  • Vale, me has convencido.

¡Ah! La loguebrez del viejo bar.

martes, 27 de septiembre de 2016

El luchador.

No podía recordar el primer día que se presentó con aquellos pantalones cortos y esa camiseta ajada frente aquella abucheante multitud.
Pero a fuego había quedado grabado en su mente la propia insignificancia que su propia vida tenía en la mente, mientras cada golpe hacía brotar nuevas manchas de brillante sangre en su camiseta.
Aquello no era dolor, no importaba sentir como desvanecía tu cuerpo y mente, eso no era dolor, no al menos comparado al dolor que albergaba su maltrecho ser, el dolor que albergaba su vida destrozada por un maldito cúmulo de malas decisiones, y ¡qué diablos! De esa maldita mala suerte que hasta el mismo día que se jugaba la vida a golpes, por un mísero puñado de monedas y un ápice de dignidad, le seguía acompañando hasta su último aliento.
Podía recordar la mirada del público que rodeaba esas cuatro cuerdas mal colocadas, en primera fila, hombres mal vestidos, sudorosos y con las bocas podridas, no sólo por la gingivitis que se intuía en sus encías, sino por las feas palabras que salían de sus labios, sin embargo, más atrás todo eran hombres bien vestidos pese a la maldad de sus rostros, aquellos que manejaban el dinero, eran los que menos sed de sangre tenían, sin embargo era a los que menos les importaba la muerte.

¿Y la cara de su adversario? No, esa jamás logró recordarla, ni siquiera al día siguiente, tan sólo podía recordar esos hoscos nudillos golpeando una y otra vez su rostro... ¡Ay! Su rostro, otrora el rostro de un niño feliz que jugaba con su madre en el parque, otrora el rostro de un joven apuesto con el mundo en sus manos. En aquellos momentos, el rostro de un hombre muerto.

Golpe tras golpe, su cuerpo perdía la sensibilidad al dolor, y pese a ellos seguía sufriendo con todo su ser, era su vida rota la que le atormentaba, no la sangre, no el brazo roto, solo el dolor de su corazón.

Y cayó al suelo, otra vez, eran ya muchas las veces que había caído, y sin embargo, loco de él, seguía levantándose, pese a que sus huesos se rompían como una rama seca bajo el pié, pese a que en sus ropas ya no podía saberse qué era sangre y qué no, seguía levantándose, es irónico, como aguantaba el cuerpo ocupado por un alma que ya nunca más alzaría el vuelo.

Volvió a levantarse y otro nuevo golpe sacudió su pecho, ya no volvió a levantar, sus piernas no respondían, sus brazos no respondían, su ser no respondía. Ya no volvió a levantar, pero sí pudo escuchar, como voces triunfantes celebraban la victoria de su enemigo, ¿su enemigo? No, no podía sentir odio por aquel hombre que lo llevo al mismo abismo de la muerte, sólo pena, pero tampoco pena por él, sino pena por sí mismo, y deseos de que todo acabara, pero no acabó.

Seguía despierto cuando varios brazos lo alzaban para meterlo en ese lugar oscuro, su ataúd, pensó, cuán agradecido se hubiera sentido si así hubiera sido, sin embargo, supo que era el maletero de un coche cuando empezó a golpearse por causa del movimiento.

Perdió el sentido, y sin embargo, para su pesar, volvió a despertar. Para su pesar, hubo de luchar un día más.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Taberna de odio.



Por vez primera transitaba en horario nocturno las pedregosas y lóbregas calles del nuevo pueblo en que mi viejo vino a trabajar. Entre ellas, presa de mi hedienta juventud me decanté por la más sucia y mohína, la malignidad en sí misma se respiraba en su aire. Transité un par de minutos, y entre casas derruidas ante mí hallé un viejo cartel de madera ajada, enmarcado en hierro y mugrientos clavos.

Tras la puerta alcancé a intuir la ferviente música y el jaleo de las risas. Me atreví a cruzar el umbral, y apenas alcancé a escuchar “my eyes on sweet Molly Malone” cuando el tabernero apagó el transistor, era agradable para mí ese olor a pescado seco y humo.

Miradas recelosas acompañaron mi imberbe cara de niño hasta la misma barra, el mismo tabernero escudriñaba mi rostro como si no me quisiera allí.

-¡Una pinta! -Exclamé al tiempo que golpeaba la vieja madera al depositar un billete sobre la misma.

Mientras los ojos suspicaces de ese hombre calvo que me servía la cerveza continuaban escudriñando mi persona de arriba a abajo, yo aparté la vista para observar dónde podría sentarme a beberla.

Cogí la cerveza y me senté en una mesa alejada y solitaria, encendí un cigarro y bebí pacíficamente mientras el resto de clientes empezaban a perder su interés por mí, sin embargo, no tardó mucho tiempo en torcerse éste desinterés.

Un hombre viejo, con larga y alborotada barba blanca se acercaba a mi mesa, apenas mediría metro y medio, y no llegué nunca a saber qué era más grande, si su peluda nariz o la humeante pipa que colgaba de la comisura de sus labios.

Llegó frente a mí.

-¡Diablos! ¡Qué digo! ¡Diablo! ¡Cuarenta años! ¡Cuarenta años ocupando cada noche la misma mesa! ¡Y voy un momento a mear y un mocoso se sienta en mi silla! -Gritó el viejo furioso.




No lo ví venir, ni tan siquiera acercarse. La vieja, pero callosa mano de aquel hombre golpeó mi cara con tal intensidad que el cigarro que pendía de mi boca voló varios metros cayendo en el vaso de un hombre de chaleco a cuadro.

¡Ay de mi estúpida juventud! Pues me levanté a toda prisa de la silla y golpeé con toda mi fuerza en el estómago al viejo. Cayó de bruces al suelo como a cámara lenta.

-¡Puto crío! ¡Cómo te atreves a tocar al viejo Finni! -Gritó un hombre enjuto de pelo cano que se encontraba a dos mesas.




Levantáronse todos aquellos hombres, algunos grandes y fornidos que crujían sus nudillos, otros más pequeño y curtidos que ni cortos ni perezosos se armaban con taburetes y sillas. Todos venían a por mí, sentí que mi vida se acababa allí, en ese lugar y momento tan desafortunados, entre la multitud se hizo presente el dueño del lugar, que con igual cara de odio que los demás, descamisado y con una expresión de furia concentrada dijo.

-Chico, no puedes imaginar lo que has hecho…-




Ya está, se acabó, voy a caer, pero voy a acabar como un hombre, como el hombre que no soy. En pie, erguido orgulloso ante todos aquellos hombres, todos mayores y más fuertes que yo, me dispuse a pelear hasta mi último aliento.

Desde abajo, y entre las sombras creí oír una voz, mi imaginación, me dije.

-¡Puto crío! Pues que lo sepas, venía de mear. ¡Y no me he lavado las manos! - Gritó Finni tras escupir en el suelo y estallar en una soberana carcajada.

Todos, excepto yo, le siguieron, las risas inundaban el lugar de una forma tan amenazante, como reconfortante.

John, el tabernero se acercó a mí, y tendiendo su mano dijo:

“Bienvenido a casa, chico.”


Y la música volvió a tronar, las risas a brotar, el viejo Finni recuperó su lugar, y por supuesto, yo, encontré un hogar.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Un paseo.

Ves respirar el azul del cielo
con las nubes aguardando el temporal,
aguardando pisar nuestro suelo
plagado de éste aroma herbal.

Sigue y corre el río que discurre
cuesta abajo de la senda al valle.

Valle gris, cañón de hielo
lacerado por el tiempo elemental,
lastimera roca que llora sin consuelo
mientras la rondas al pasear.

Sigue y corre el viento que te susurre
en la ciudad cada pequeño detalle.

Gran avenida radiante de oscuro velo
imposible de vislumbrar tras cada ventanal,
que oculta su melaza con gran recelo
su tiempo, su esperanza, su bien, su mal.

Sigue y corre el humo donde nada ocurre
descendiendo la ladera que lleva a mi calle.

Prende el hogar con carbón y leño seco
al escuchar cantar tu canción carnal,
y vuelve el humo brota en su anhelo
de ver sentir tu pelo otro día, más real.

martes, 16 de diciembre de 2014

Las maldades

Señalado como marca del pasado
pertrecho, observando con lujuria
los matices del pecado.

Su dedo acusador, me mira
cual puñal de puño nacarado,
no tiene gloria, más bien ira.

Una voluta de humo blanco,
como forma en que suspira
cada vez que reprime su llanto.

Me mira, con tez pálida,
y vuelve a recordar aquel canto
recordando su tez, otrora cálida.

Exhala de nuevo cansado
al desgarrar su crisálida
de ilusiones que han marchado.

¿Dónde quedaron las risas
que buscaba su corazón ajado?
Huyeron de él, con prisas.

Atacaba otros sueños con furia,
a seres a los que siempre avisas
que han de morir por tu penuria.

Y alzas tu voz al cielo, mudo
de risas, sollozando injurias
al engullir tu cadáver crudo.

Mas su vida ya acaba,
por obra de un dios cojonudo
que mil condenas callaba.

De su vida, su suplicio, su tortura,
ya nada le quedaba,
pensó; "Joder, ya nada me cura".

Y fue un mal lejano, su salvación
que atacó sus males con premura,
y fue la muerte, su redención.

Pero no fue muerto el condenado,
y sí liberado de su prisión,
por su pensamiento más odiado.


sábado, 6 de diciembre de 2014

Aquellos

Eran tiempos sombríos
de nubes estrelladas y vacías,
donde el viento brama oscuro
y la oscuridad ciñe cual muro.

Era una edad perdida
en lo funesto del mundo
que robaba fuerzas a la vida.

Eran días de fatiga
donde las flores marchitaban
y las crueles hiedras refulgían.

Eran sueños de alcoba
que abrigaban tus sentidos,
eran sueños que te abrían
los senderos del horrendo futuro.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Rima >80

¿Dónde quedaron las aguas bravías
del arroyo que soñabas en futuro?
Secáronse con la pastilla de cianuro
que inhalaste con sorna retorcida.

Buscaste unas drogas que aún no existían,
droga que te diera lo que nunca hubo,
buscaste, sin pausa, tu chute de dopamina.

¿Cuándo se topó con ese muro
el río que seguiste en la vida?
¿O fue una presa, embalse o embudo?

Viviste muy acorde a un haluro,
saliendo, atacando, reaccionando con prisa,
pero te quedó vacía esa filosofía.
Por vivir pronto y mal, ¡puto Epicuro!