martes, 27 de septiembre de 2016

El luchador.

No podía recordar el primer día que se presentó con aquellos pantalones cortos y esa camiseta ajada frente aquella abucheante multitud.
Pero a fuego había quedado grabado en su mente la propia insignificancia que su propia vida tenía en la mente, mientras cada golpe hacía brotar nuevas manchas de brillante sangre en su camiseta.
Aquello no era dolor, no importaba sentir como desvanecía tu cuerpo y mente, eso no era dolor, no al menos comparado al dolor que albergaba su maltrecho ser, el dolor que albergaba su vida destrozada por un maldito cúmulo de malas decisiones, y ¡qué diablos! De esa maldita mala suerte que hasta el mismo día que se jugaba la vida a golpes, por un mísero puñado de monedas y un ápice de dignidad, le seguía acompañando hasta su último aliento.
Podía recordar la mirada del público que rodeaba esas cuatro cuerdas mal colocadas, en primera fila, hombres mal vestidos, sudorosos y con las bocas podridas, no sólo por la gingivitis que se intuía en sus encías, sino por las feas palabras que salían de sus labios, sin embargo, más atrás todo eran hombres bien vestidos pese a la maldad de sus rostros, aquellos que manejaban el dinero, eran los que menos sed de sangre tenían, sin embargo era a los que menos les importaba la muerte.

¿Y la cara de su adversario? No, esa jamás logró recordarla, ni siquiera al día siguiente, tan sólo podía recordar esos hoscos nudillos golpeando una y otra vez su rostro... ¡Ay! Su rostro, otrora el rostro de un niño feliz que jugaba con su madre en el parque, otrora el rostro de un joven apuesto con el mundo en sus manos. En aquellos momentos, el rostro de un hombre muerto.

Golpe tras golpe, su cuerpo perdía la sensibilidad al dolor, y pese a ellos seguía sufriendo con todo su ser, era su vida rota la que le atormentaba, no la sangre, no el brazo roto, solo el dolor de su corazón.

Y cayó al suelo, otra vez, eran ya muchas las veces que había caído, y sin embargo, loco de él, seguía levantándose, pese a que sus huesos se rompían como una rama seca bajo el pié, pese a que en sus ropas ya no podía saberse qué era sangre y qué no, seguía levantándose, es irónico, como aguantaba el cuerpo ocupado por un alma que ya nunca más alzaría el vuelo.

Volvió a levantarse y otro nuevo golpe sacudió su pecho, ya no volvió a levantar, sus piernas no respondían, sus brazos no respondían, su ser no respondía. Ya no volvió a levantar, pero sí pudo escuchar, como voces triunfantes celebraban la victoria de su enemigo, ¿su enemigo? No, no podía sentir odio por aquel hombre que lo llevo al mismo abismo de la muerte, sólo pena, pero tampoco pena por él, sino pena por sí mismo, y deseos de que todo acabara, pero no acabó.

Seguía despierto cuando varios brazos lo alzaban para meterlo en ese lugar oscuro, su ataúd, pensó, cuán agradecido se hubiera sentido si así hubiera sido, sin embargo, supo que era el maletero de un coche cuando empezó a golpearse por causa del movimiento.

Perdió el sentido, y sin embargo, para su pesar, volvió a despertar. Para su pesar, hubo de luchar un día más.