domingo, 23 de septiembre de 2012

El rol de la muerte (I)

¿Era una simple gruta? ¿Tal vez la entrada al mismísimo averno? Una angosta cavidad abierta en la fría y dura roca hacía millones de años, cavidad que durante miles y miles de años había sido utilizada para las más demoníacas hazañas.
Tras superar el arco media punta que de forma natural estaba formado en la entrada, nos encontrábamos en la más sobrecogedora estancia que jamás habíamos presenciado. Mirases dónde mirases la muerte y desesperación acompañarían tu alma. Las paredes se extendían en el seno de la montaña hasta donde la vista alcanzaba, por lo cuál el "techo" o "cielo" no era más que negrura sin par, la nada, la irrealidad. Las paredes, que eran rojas como el carmín, estaban pintadas, con trazos negros que retrataban imágenes de muertes humanas con el peculiar estilo Paleolítico. Sin embargo, no había lugar a dudas que la escena más sobrecogedora de todas se encontraba a nuestros pies... ¡el suelo! era una formación montañosa en miniatura compuesta por tibias, fémures, clavículas, carpos, coxis... ¡HUESOS! ¡SÍ! ¡HUESOS! Pero lo peor de todo fue cuándo se puso ante mí la primera calavera... era humana... aquellos montículos de huesos habían en otro tiempo sido cadáveres de seres humanos, que antes fueron vivos.
Estaba atemorizada, no pude hacer otra cosa que abrazarme con fuerza al chico que me acompañaba, sin embargo, la virilidad, fuerza y decisión que horas antes le habían caracterizado ahora se habían vuelto en un rostro lívido que esbozaba una mueca de auténtico pavor.
El grandísimo cobarde se soltó bruscamente de mi abrazo y salió corriendo despavorido, y ahí estaba yo, una pobre chica sola y atemorizada, con el pelo largo, negro, liso y espesura sin par, unos grandísimos ojos dorados y la tez morena, sin embargo, como siempre he sido, menuda, muy menuda, sin nada de musculatura que pudiera defenderme.
Estaba sola y atemorizada, pero, cerré los ojos y aspiré hondo, un extraño y reconfortante olor a almizcle embargó mis sentidos, ello y darme cuenta de que mis ojos se habían amoldado a la penumbra existente me infundió el valor que necesitaba para dar el primer paso adelante y, tras este, un segundo, un tercero... y avancé a lo desconocido...
Conforme avanzaba por la oscuridad más huesos en el suelo, más obscenidad y muerte pintadas en las paredes, de cuándo en cuándo se veía algún aparato de tortura oxidado o algún caldero volcado que derramaba extraños mejunjes, algunos de los cuáles pese al paso del tiempo burbujeaban como recién hechos, sobre los huesos del suelo. Sin embargo, a mi olfato llegaban cada vez olores más embriagadores y atrayentes, flores, cerveza, césped húmedo, rocío... entre otros. Por último, en mis oídos un implacable silencio, sólo roto por mis pasos o algún cráneo roto bajo mis pies.

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